Para celebrar el Día del Libro, os dejo algunos de los comienzos de grandes novelas. En algunos casos, leyendo solo la primera frase, te quedas con ganas de más. ¡¡Qué os aproveche!!
1. El nombre de la rosa, de Eco
En el principio era el Verbo y el Verbo era en Dios, y el
Verbo era Dios. Esto era en el principio, en Dios, y el monje fiel debería
repetir cada día con salmodiante humildad ese acontecimiento inmutable cuya
verdad es la única que puede afirmarse con certeza incontrovertible.
2. Historia de dos ciudades, de Dickens
Era el mejor de los tiempos, era el peor de los tiempos, la
edad de la sabiduría, y también de la locura; la época de las creencias y de la
incredulidad; la era de la luz y de las tinieblas; la primavera de la esperanza
y el invierno de la desesperación. Todo lo poseíamos, pero no teníamos nada;
caminábamos en derechura al cielo y nos extraviábamos por el camino opuesto. En
una palabra, aquella época era tan parecida a la actual, que nuestras más
notables autoridades insisten en que, tanto en lo que se refiere al bien como
al mal, sólo es aceptable la comparación en grado superlativo.
3. El extranjero, de Camus
Hoy ha muerto mamá. O quizá ayer. No lo sé. Recibí un
telegrama del asilo: "Falleció su madre. Entierro mañana. Sentidas
condolencias". Pero no quiere decir nada. Quizá haya sido ayer.
4. Colmillo Blanco, de London
A un lado y a otro del helado cauce de erguía un oscuro
bosque de abetos de ceñudo aspecto. Hacía poco que el viento había despojado a
los árboles de la capa de hielo que los cubría y, en medio de la escasa
claridad, que se iba debilitando por momentos, parecían inclinarse unos hacia
otros, negros y siniestros. Reinaba un profundo silencio en toda la vasta
extensión de aquella tierra. Era la desolación misma, sin vida, sin movimiento,
tan solitaria y fría que ni siquiera bastaría decir, para describirla, que su
esencia era la tristeza.
5. Miedo y asco en Las Vegas, de Thompson
Estábamos en algún lugar de Barstow, muy cerca del desierto,
cuando empezaron a hacer efecto las drogas. Recuerdo que dije algo así como:
—Estoy algo volado, mejor conduces tú...
Y de pronto hubo un estruendo terrible a nuestro alrededor y
el cielo se llenó de lo que parecían vampiros inmensos, todos haciendo pasadas
y chillando y lanzándose en picado alrededor del coche, que iba a unos ciento
sesenta por hora, la capota bajada, rumbo a Las Vegas.
6. Los detectives salvajes, de Bolaño
He sido cordialmente invitado a formar parte del realismo
visceral. Por supuesto, he aceptado. No hubo ceremonia de iniciación. Mejor
así.
7. Anna Karenina, de Tolstoi
8. El camino, de Delibes
Las cosas podían haber sucedido de cualquier otra manera y,
sin embargo, sucedieron así.
9. Asfixia, de Palahniuk
Si vas a leer esto, no te preocupes. Al cabo de un par de
páginas ya no querrás estar aquí. Así que olvídalo. Aléjate. Lárgate mientras
sigas entero. Sálvate. Seguro que hay algo mejor en la televisión. O, ya que
tienes tanto tiempo libre, a lo mejor puedes hacer un cursillo nocturno. Hazte
médico. Puedes hacer algo útil con tu vida. Llévate a ti mismo a cenar. Tíñete
el pelo. No te vas a volver más joven. Al principio lo que se cuenta aquí te va
a cabrear. Luego se volverá cada vez peor.
10. El aleph, de Borges
La candente mañana de febrero en que Beatriz Viterbo murió,
después de una imperiosa agonía que no se rebajó un solo instante ni al
sentimentalismo ni al miedo, noté que las carteleras de fierro de la Plaza
Constitución habían renovado no sé qué aviso de cigarrillos rubios; el hecho me
dolió, pues comprendí que el incesante y vasto universo ya se apartaba de ella
y que ese cambio era el primero de una serie infinita.
11. El jardín de cemento, de McEwan
Yo no maté a mi padre, pero a veces me he sentido como si
hubiera contribuido a ello.
12. La máquina del tiempo, de H. G. Wells
El Viajero a través del Tiempo (pues convendrá llamarle así
al hablar de él) nos exponía una misteriosa cuestión. Sus ojos grises brillaban
lanzando centellas, y su rostro, habitualmente pálido, mostrábase encendido y
animado. El fuego ardía fulgurante y el suave resplandor de las lámparas
incandescentes, en forma de lirios de plata, se prendía en las burbujas que destellaban
y subían dentro de nuestras copas.
13. Cien años de soledad, de García Márquez
Muchos años después, frente al pelotón de fusilamiento, el
coronel Aureliano Buendía había de recordar aquella tarde remota en que su
padre lo llevó a conocer el hielo.
14. El mundo de Sofía, de Gaarder
...al fin y al cabo, algo tuvo que surgir en algún momento
de donde no había nada de nada...
15. El túnel, de Sábato
Bastará decir que soy Juan Pablo Castel, el pintor que mató
a María Iribarne; supongo que el proceso está en el recuerdo de todos y que no
se necesitan mayores explicaciones sobre mi persona.
16. La familia de Pascual Duarte, de Cela
Yo, señor, no soy malo, aunque no me faltarían motivos para
serlo.
17. Romancero gitano, de Lorca
El río Guadalquivir
va entre naranjos y olivos.
Los dos ríos de Granada
bajan de la nieve al trigo.
18. A sangre fría, de Capote
El pueblo de Holcomb está en las elevadas llanuras trigueras
del oeste de Kansas, una zona solitaria que otros habitantes de Kansas llaman
"allá".
19. Yo, Claudio, de Graves
Yo, Tiberio Claudio Druso Nérón Germánico
Esto-y-lo-otro-y-lo-de-más-allá (porque no pienso molestarlos todavía con todos
mis títulos), que otrora, no hace mucho, fui conocido por mis parientes, amigos
y colaboradores como "Claudio el Idiota", o "Ese Claudio",
o "Claudio el Tartamudo" o "Clau-Clau-Claudio", o, cuando
mucho, como "El pobre tío Claudio", voy a escribir ahora esta extraña
historia de mi vida.
20. Las aventuras de Huckleberry Finn, de Twain
No sabréis quién soy yo si no habéis leído un libro titulado
Las aventuras de Tom Sawyer, pero no importa. Ese libro lo escribió el señor
Mark Twain y contó la verdad, casi siempre. Algunas cosas las exageró, pero
casi siempre dijo la verdad. Eso no es nada.
21. Fahrehneit 451, de Bradbury
Constituía un placer especial ver las cosas consumidas, ver
los objetos ennegrecidos y cambiados. Con la punta de bronce del soplete en sus
puños, con aquella gigantesca serpiente escupiendo su petróleo venenoso sobre
el mundo, la sangre le latía en la cabeza y sus manos eran las de un fantástico
director tocando todas las sinfonías del fuego y de las llamas para destruir
los guiñapos y ruinas de la Historia.
22. Scaramouche, de Sabatini
Nació con el don de la risa y con la intuición de que el
mundo estaba loco. Y ese era todo su patrimonio.
23. Orgullo y prejuicio, de Austen
Es una verdad mundialmente reconocida que un hombre soltero,
poseedor de una gran fortuna, necesita una esposa.
24. Si una noche de invierno un viajero, de Calvino
Estás a punto de empezar a leer la nueva novela de Italo
Calvino, Si una noche de invierno un viajero. Relájate. Recógete. Aleja de ti
cualquier otra idea. Deja que el mundo que te rodea se esfume enlo indistinto.
La puerta es mejor cerrarla; al otro lado siempre está la televisión encendida.
Dilo en seguida, a los demás: «¡No, no quiero ver la televisión!» Alza la voz,
si no te oyen: «¡Estoy leyendo! ¡No quiero que me molesten!» Quizá no te han
oído, con todo ese estruendo; dilo más fuerte, grita: «¡Estoy empezando a leer
la nueva novela de Italo Calvino!» O no lo digas si no quieres; esperemos que
te dejen en paz.
25. Lolita, de Nabokov
Lolita, luz de mi vida, fuego de mis entrañas. Pecado mío,
alma mía. Lo-li-ta: la punta de la lengua emprende un viaje de tres pasos desde
el borde del paladar para apoyarse, en el tercero, en el borde de los dientes.
Lo. Li. Ta. Era Lo, sencillamente Lo, por la mañana, un metro cuarenta y ocho
de estatura con pies descalzos. Era Lola con pantalones. Era Dolly en la
escuela. Era Dolores cuando firmaba. Pero en mis brazos era siempre Lolita.
26. Moby Dick, de Melville
Llamadme Ismael.
27. El Hobbit, de Tolkien
En un agujero en el suelo, vivía un hobbit. No un agujero
húmedo, sucio, repugnante, con restos de gusanos y olor a fango, ni tampoco un
agujero seco, desnudo y arenoso, sin nada en que sentarse o que comer: era un
agujero-hobbit, y eso significa comodidad.
28. Luces de Bohemia, de Valle-Inclán
Hora crepuscular. Un guardillón con ventano angosto, lleno
de sol. Retratos, grabados, autógrafos repartidos por las paredes, sujetos con
chinches de dibujante. Conversación lánguida de un hombre ciego y una mujer
pelirrubia, triste y fatigada. El hombre ciego es un hiperbólico andaluz, poeta
de odas y madrigales, Máximo Estrella. A la pelirrubia, por ser francesa, le
dicen en la vecindad Madama Collet.
29. La metamorfosis, de Kafka
Cuando Gregorio Samsa se despertó una mañana después de un
sueño intranquilo, se encontró sobre su cama convertido en un monstruoso
insecto.
31. El Quijote, de Cervantes
En un lugar de la Mancha, de cuyo nombre no quiero
acordarme, no ha mucho tiempo que vivía un hidalgo de los de lanza en
astillero, adarga antigua, rocín flaco y galgo corredor. Una olla de algo más
vaca que carnero, salpicón las más noches, duelos y quebrantos los sábados,
lentejas los viernes, algún palomino de añadidura los domingos, consumían las
tres partes de su hacienda. El resto della concluían sayo de velarte, calzas de
velludo para las fiestas con sus pantuflos de lo mismo, los días de entre
semana se honraba con su vellori de lo más fino. Tenía en su casa una ama que
pasaba de los cuarenta, y una sobrina que no llegaba a los veinte, y un mozo de
campo y plaza, que así ensillaba el rocín como tomaba la podadera. Frisaba la
edad de nuestro hidalgo con los cincuenta años, era de complexión recia, seco
de carnes, enjuto de rostro; gran madrugador y amigo de la caza. Quieren decir
que tenía el sobrenombre de Quijada o Quesada (que en esto hay alguna
diferencia en los autores que deste caso escriben), aunque por conjeturas
verosímiles se deja entender que se llama Quijana; pero esto importa poco a
nuestro cuento; basta que en la narración dél no se salga un punto de la
verdad.
32. El hombre invisible, de Ellison
Soy un hombre invisible. No, no soy uno de aquellos trasgos
que atormentaban a Edgar Allan Poe, ni tampoco uno de esos ectoplasmas de las
películas de Hollywood. Soy un hombre real, de carne y hueso, con músculos y
humores, e incluso cabe afirmar que poseo una mente. Sabed que si soy invisible
ello se debe, tan sólo, a que la gente se niega a verme. Soy como las cabezas
separadas del tronco que a veces veis en las barracas de feria, soy como un
reflejo de crueles espejos con duros cristales deformantes. Cuantos se acercan
a mí únicamente ven lo que me rodea, o inventos de su imaginación. Lo ven todo,
cualquier cosa, menos mi persona.
33. Fiebre en las gradas, de Hornby
Me enamoré del fútbol tal como más adelante me iba a
enamorar de las mujeres: de repente, sin explicación, sin hacer ejercicio de
mis facultades críticas, sin ponerme a pensar en el dolor y en los sobresaltos
que la experiencia traería consigo.
34. El siglo de las luces, de Carpentier
Esta noche he visto alzarse la Máquina nuevamente. Era, en
la proa, como una puerta abierta sobre el vasto cielo que ya nos traía olores de
tierra por sobre un Océano tan sosegado, tan dueño de su ritmo, que la nave,
levemente llevada, parecía adormecerse en su rumbo, suspendida entre un ayer y
un mañana que se trasladaran con nosotros.
35. La isla del tesoro, de Stevenson
El squire Trelawney, el doctor Livesey y algunos otros
caballeros me han indicado que ponga por escrito todo lo referente a la Isla
del Tesoro, sin omitir detalle, aunque sin mencionar la posición de la isla, ya
que todavía en ella quedan riquezas enterradas; y por ello tomo mi pluma en
este año de gracia de 17... y mi memoria se remonta al tiempo en que mi padre
era dueño de la hostería «Almirante Benbow», y el viejo curtido navegante, con
su rostro cruzado por un sablazo, buscó cobijo bajo nuestro techo.
36. Memorias del subsuelo, de Dostoyevski
Soy un hombre enfermo... Un hombre malo. No soy agradable.
Creo que padezco del hígado. De todos modos, nada entiendo de mi enfermedad y
no sé con certeza lo que me duele. No me cuido y jamás me he cuidado, aunque
siento respeto por la medicina y los médicos. Además, soy extremadamente supersticioso,
cuando menos lo bastante para respetar la medicina (tengo suficiente cultura
para no ser supersticioso, pero lo soy). Sí, no quiero curarme por rabia. Esto,
seguramente, ustedes no lo pueden entender. Pero yo sí lo entiendo.
37. Las intermitencias de la muerte, de Saramago
Al día siguiente no murió nadie.
Vía / http://magnet.xataka.com
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